El pájaro de invierno

Me niego a despertarla. Todavía es muy pequeña y quiero que aproveche, como yo hice, las somnolientas mañanas dominicales. Aquella mañana, además, hacía un frío de esos de pelar rábanos, así que razón de más para que siguiera conversando con su almohada. Fuera, el viento recordaba su existencia, al tiempo que el rocío prometía hacerse valer un día más.

Ya eran las diez de la mañana y yo no quería ni moverme para no despertarla. Me encanta mirarla de cerca, aunque ya con la necesidad que imponen las gafas. Su trabada respiración delata su presencia durante toda la noche, también su calor, y siempre, su imposible movimiento que evita a toda costa cualquier suerte de ropajes.

Nos esperaba un día de pajareo, sí, otro más, pero como si de la primera vez se tratara, el nervio se sigue clavando en la boca del estómago, arrastrando con él el desayuno reciente, galleteado las más de las veces. En esta ocasión el reto era… ninguno, el de siempre, a ver qué sale. Ningún atractivo añadido, pues, en la frecuentada campiña serrana, aunque uno de los mayores encantos de estos bichos es la sorpresa. Siempre puede aparecer algún intruso que se ha perdido, haciendo caso a un instinto tal vez equivocado.

Así que, sin pisar el polvo del camino, reptamos dando cochazos de un lado a otro. Ni siquiera teníamos la gallardía de abrir las ventanas. Con el gélido vientecillo, el mocarral se columniza de inmediato y los pabellones auditivos pierden su función. Así que la mejor opción era tener bien limpias las ventanillas.

Alondras, cogujadas, calandrias, trigueros, bichos, todos ellos, muy parecidos para el profano, y más para una niña. El aliciente inicial iba, poco a poco, perdiendo su gracia, a veces salvada por los llamativos bandos de grullas o por los fugaces bandos de chorlitos. Así toda la mañana hasta que, sin darme cuenta, tuve que dar un frenazo en seco.

-Papá, allí. Señalaba la pequeña con una irreconocible emoción.

Delante, un par de avefrías parecían ajenas a nuestra presencia. Una primera mirada ansiosa nos llevó a reconocer sus cuerpos, el plumaje iridiscente de sus alas, el mechón de plumas de la cabeza, su contrastado color. No esperábamos deleitarnos tanto; allí posaron un tiempo record, inusual para lo que nos tienen acostumbrados. Me dio tiempo a explicarle todo lo que sabía sobre aquellos pájaros del frío.

Un recuerdo tal vez inolvidable para mi pequeña, que ahora sabe al menos que hay pájaros de invierno y pájaros de verano.


Foto: Juan Aragonés


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