El escribano hortelano y los tres mosqueteros


Llevaban varios días advirtiéndolo, aquel fin de semana prometía una generosidad robada al líquido elemento durante toda la primavera. Y al fin acertaron. Un amanecer húmedo que en absoluto nos hurtó la ilusión, que nos dirigía, esta vez, a nuestro meridional destino provinciano. El empeño compartido por conocer más y mejor las carracas cordobesas nos llevó a tierras de campiña, donde el río Guadajoz marca la diferencia. Allí, Athos Floren, Porthos David y Aramis Leiva nos dispusimos a plantarle cara a la plúmbea atmósfera, que nos la tenía jurada.

El céfiro no demasiado apacible y las gotitas que dulcemente se dejaban caer por aquellos campos, parecían domesticar a la comunidad de plumíferos que, en contra de las previsiones, no quiso pasar desaparecibida. Los fringílidos y alaudidos estaban donde tenían que estar, y las aves de presa propias de aquellos campos no dudaron en ningún momento en hacerse visibles.

Tal vez una primavera un tanto alocada explica los frecuentes y nada despreciables bandos de terreras comunes y lavanderas boyeras, como también el siempre feliz hallazgo de tarabillas norteñas y bisbitas campestres. Pero fue en las huertas de la Ucubi romana, localidad natal de los ancestros familiares del emperador Marco Aurelio, donde todo sucedió. Arrastrando los enfangados neumáticos de la máquina expendedora de humo que nos proporcionaba refugio y calor, nos topamos con ellos. El futuro estaba escrito.

Fue ese día y no otro cuando el destino quiso que los tres birdwatchers se enfrentaran por primera vez en sus vidas a la presencia inconfundible del escribano hortelano. Un par de dos, macho y hembra para más gozo, comiendo casi ajenos a la presencia de tres absortos ejemplares de esa subespecie humana que se caracteriza por incorporar unos prismáticos al cuello. Dos hortelanos, dos, como los toros, disputando diminutas semillas con las terreras, que ese día quisieron dominar la jornada. Dos escribanos que no quisieron separarse más de diez metros, tal vez adivinando nuestros amistosos fines.

Y ante aquellos pajarillos de mojadas plumas, el recuerdo canalla de la última cena de François Miterrand, cuando ocho días antes de su muerte, el ex presidente francés engullió dos escribanos hortelanos a cara de perro. Aquel 31 de diciembre de 1995 reunió por última vez a un grupo de amigos para su despedida, y para ello seleccionó los mejores platos de la cocina nacional gabacha: ostras de Marennes, foie gras de las Landas, capón asado y escribano hortelano.

La tradición de los furtivos galos incluye la captura con red de estas aves. Las enjaulan y ceban como ocas, engordándolas sobremanera. Después sumergen al pájaro en un vaso de armañac o coñac, ahogándolo, para de esta manera dotar a su carne de un peculiar sabor. A continuación lo despluman y asan al horno, presentándolo crujiente dentro de una patata asada.

Los macabros pensamientos de tan refinada cultura contrastaban con aquella visión única. Y así, como los tres mosqueteros, hubiéramos querido siquiera arañar los cuellos de tan distinguidos comensales para hacer justicia a los miles de infelices escribanos que a lo largo de la historia han sido sacrificados para dar gusto, nunca mejor dicho, al selecto paladar francés.

La jornada mereció, y mucho, la pena, a pesar de la privación de carracas y del intento del suelo campiñés por dejarnos incorporados a él por varias horas. No se salió con la suya… aunque por poco.

Dibujo: pajaricos.es