¿Qué le pasa al Pegolete?



28 de diciembre de 2012. 19:30 horas. Un insignificante dolor se inicia en la pierna izquierda. ¡Bah! puede ser algo de frío. Duermo como siempre, absorto a los ruidos motorizados de la calle.
29 de diciembre. La exigua molestia va cobrando fuerza. El pedaleo matutino parece ganar la batalla al fastidio. Sibilinamente el mal empieza a profanar mi cuerpo que, como siempre, no suele ser escuchado.
30 diciembre. El calvario ha comenzado.
31 de diciembre. El ritual de las uvas se convierte en una tortura medieval.
5 de abril de 2013. Estoy escribiendo esto, y lo que se inició como minucia se ha convertido en el principal protagonista de mi vida.

El tercio superior de mi ventana me permite ver algo de naturaleza, en realidad un trozo de cielo, por el que pasan las garcillas por la tarde, palomas, grajillas y aviones comunes, también de los otros. Este año, como si quisieran solidarizarse conmigo para mi particular disfrute, han aparecido muy temprano, en enero. Los bichos se están volviendo locos.

Los gorriones nunca fallan, fieles a su pose diaria. Efímera, eso sí, pero constante. A veces osan con arrimarse a la ventana para husmear entre mis florecidas macetas. Quieren acabar con ellas y no voy a hacer nada por evitarlo. Me alegran la vista.

Mañana hace 100 días que me gobierna el dolor. Parece que me ha tomado cariño. Yo a él no. Lo aborrezco tanto como a la crisis, mejor dicho, a sus responsables.