El afligido zumayo

- Me odian, tío ¿o es que no lo estás viendo?
- Pero ¿por qué?
- Dicen que soy muy feo. Se ríen de mí y además creen que si les miro a los ojos tendrán mala suerte.
- Pues si yo fuera tú, no les haría ni caso.
- ¡Qué fácil es decir eso siendo una oropéndola!

Voló de la rama del eucalipto a su particular trozo de suelo, y en su atormentada mente se sucedía la misma retahíla de siempre: chupacabras, engañapastores, tapacaminos, gallinaciega, tontico… Nadie le llamaba por su nombre, salvo sus zumayos amigos, sicológicamente más estables, y con la fuerza suficiente como para haber superado sobradamente los desaires a los que estaban acostumbrados. No podía evitarlo, o mejor, no sabía cómo. Perdió el apetito y las ganas de volar. Estaba decaído y acabó enfermando.

Un día, el mundo de la noche se arremolinó junto a él. Estaban preocupados por su vecino pues no sabían cómo ayudarle. Todos eran feos pero orgullosos de serlo. Feos a los ojos de los guapos, y guapos a los ojos de uno mismo, en realidad, lo único importante. A ver tantos rostros pardos juntos, se emocionó. Junto a búhos, autillos y cárabos se unieron otros noctámbulos de condición: alcaravanes, ruiseñores, martinetes y mirlos. Feos, guapos, resultones, negros, grises, marrones, azules, de ojos amarillos, naranja, oscuros, de patas cortas, patilargos, cantores, de voz tristona, nerviosos, tranquilos. Lo entendió.


[Dibujo de Juan Aragonés]